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Las teorías de la relatividad de Einstein

Por Carles Bona

El nombre de Einstein viene asociado a las primeras revoluciones científicas de la era moderna. La Ciencia en general, y la Física en particular, habían vivido un período de continua expansión a lo largo de los siglos XVIII y XIX, en el que los nuevos descubrimientos iban encajando sin problemas con los anteriores. Las fronteras del conocimiento iban avanzando, ampliando el bagaje de las ciencias de forma análoga a como las grandes exploraciones geográficas iban ampliando y completando el mapa del mundo conocido. Ampliar y completar, ése era el espíritu, en la línea del optimismo antropológico enciclopedista, hijo de la revolución francesa y la Ilustración: la Ciencia estaba desvelando los secretos de la Naturaleza, de camino hacia el conocimiento total…o al menos eso era lo que se creía.

En este contexto, es fácil entender el choque brutal producido por la aparición, y confirmación experimental subsiguiente, de las teorías de la relatividad de Einstein, en 1905 (relatividad especial) y 1915 (relatividad general). La propia naturaleza del espacio y del tiempo de la Física clásica se pone en cuestión. El sentido común se pone en cuestión. La Mecánica Newtoniana, el paradigma de la ciencia ilustrada, debía ser corregida en aspectos esenciales, de concepto. La Física ya no era como la Geografía: un atlas de lo conocido en continua expansión, sino que las teorías podían revelarse de repente incorrectas, y adoptaban por tanto un carácter provisional, lo que cuestionaba necesariamente el grado de certeza de la Ciencia. El paradigma de la teoría científica cambia: se impone el criterio de ‘falsabilidad’, o de refutabilidad, formulado por Karl Popper, inspirado precisamente por la relatividad general. Una teoría sólo merece el calificativo de científica si algunas de sus predicciones corren el riesgo de ser refutadas por experimentos posteriores. Lo científico es vivir peligrosamente.

Vamos a ilustrar estas afirmaciones en primer lugar con la relatividad especial. Lo revolucionario de esta teoría es que el tiempo deja de ser algo absoluto, que fluye uniformemente con independencia del movimiento del observador. El ritmo al cual el tiempo transcurre pasa a depender de la velocidad a la que nos movemos: fluye más lentamente cuanto más deprisa vamos. No estamos hablando de un desajuste de relojes, sino del mismísimo flujo del tiempo, constatable mediante fenómenos físicos como la desintegración de partículas radiactivas (los muones de la radiación cósmica) o las frecuencias de oscilación que están en la base de los actuales relojes atómicos. El tiempo pasa a depender de la velocidad del sistema de referencia (laboratorio) en el que lo midamos. El tiempo es relativo.

¿Cómo llega Einstein a esta extravagante conclusión, contraria al sentido común? La clave está en la velocidad de la luz, llamémosla ‘c’, cuyo valor aparece como fijo, como una constante universal, en las ecuaciones de Maxwell, que son el fundamento del electromagnetismo clásico.  Si c es una constante universal, entonces debemos obtener el mismo valor al medirla, tanto si estamos quietos como si nos movemos a gran velocidad persiguiendo al rayo de luz (o alejándonos del mismo). Tamaño sinsentido sólo es posible si permitimos que el tiempo que medimos dependa de nuestro estado de movimiento, justo en el modo y manera que garantice la constancia de la velocidad de la luz, que es un postulado básico de la relatividad especial (el otro es la equivalencia completa entre sistemas de referencia inerciales).

Las confirmaciones de la constancia de c, el segundo postulado de Einstein son apabullantes. No hablamos ya de los experimentos clásicos de Michelson-Morley, de finales del XIX, ni de la semivida extendida de los muones procedentes de los rayos cósmicos. Ni siquiera hablamos del retardo de las señales de radar enviadas a la Tierra por una sonda espacial, que tardan lo mismo en recorrer el camino de ida que el de vuelta, a pesar de que la velocidad de la nave va en sentidos opuestos (la última comprobación se hizo con la sonda  Voyager-2). Hablamos de algo tan cotidiano como el sistema de posicionamiento por satélite GPS.  Los satélites del GPS se mueven en su órbita a unos 3’9 km/s (muy por debajo del valor de c, 300.000 km/s). Por eso atrasarían ligerísimamente, con respecto a relojes idénticos en Tierra, produciendo un desfase acumulativo que, al cabo de un solo día, provocaría errores de localización de unos 10 km. Si el sistema funciona bien, o simplemente si funciona, es porque se tiene la precaución de desajustar los relojes previamente, haciendo que adelanten de manera calculada para compensar el retraso predicho por la relatividad especial (además de otro efecto gravitacional, del que luego hablaremos). Esa evidencia confirma directamente el carácter relativo del tiempo: su dependencia con la velocidad.

La segunda revolución, la relatividad general, afecta al papel del espacio, que deja de ser ese marco inalterable y uniforme en el que se sitúan los objetos y suceden los fenómenos: un escenario pasivo, un mero contenedor. Einstein propone en 1915 que la gravitación es en realidad el resultado de la deformación del espacio producida por la presencia de objetos masivos. El espacio pasa a ser un elemento dinámico, una especie de éter elástico cuya geometría pasa a ser objeto de estudio.

De nuevo nos preguntamos qué es lo que lleva a Einstein a esa atrevida conclusión. Podemos empezar a entenderlo si reflexionamos sobre la universalidad de la gravitación: en ausencia de otras fuerzas (fricción, etc) todos los cuerpos se mueven en un campo gravitacional exactamente de la misma manera, independiente de su masa, tamaño, composición química, etc. 

Lo podemos ver en el famoso video del Apolo XV, en el que un astronauta deja caer a la vez una pluma y un martillo, que llegan también a la vez a la superficie lunar. (Hay también en YouTube un fragmento del programa ‘Cazadores de mitos’ (Mythbusters) en el se replicó este experimento con una cámara de vacío. El programa desmonta la teoría conspirativa que sostiene que lo del viaje a la Luna fue un montaje filmado en un plató de Hollywood)

Esta ‘curiosidad’, el mismo movimiento para cualquier cuerpo, es posible por la ‘casual’ coincidencia entre dos conceptos distintos de masa: la ‘masa gravitacional’ (proporcional al peso de un objeto) y la ‘masa inercial’ (proporcional a la resistencia de dicho objeto a acelerar/frenar). Einstein no creyó que eso fuera una casualidad. Buscando una explicación, se fijó en que la ley de inercia también predice el mismo movimiento para cualquier cuerpo (en ausencia de fuerzas): rectilíneo y uniforme. ¿Y si la gravitación fuera en realidad una forma de inercia alterada?

Para ser más precisos, es conveniente representar el movimiento en un diagrama espacio-tiempo. El movimiento rectilíneo y uniforme (velocidad constante, el mismo espacio en el mismo tiempo) se representa con una recta en ese diagrama, mientras que por ejemplo un movimiento de caída libre en vertical, a pesar de ser también rectilíneo, se representa con una parábola (cada vez recorre más espacio en menos tiempo). Si incorporamos el tiempo como una cuarta coordenada, vemos que el movimiento inercial corresponde a una recta de ese ‘espacio-tiempo’. La  idea genial de Einstein fue que, siguiendo con el ejemplo, la parábola pudiera ser también une ‘recta’ (el camino más corto, una línea geodésica) en un espacio-tiempo distinto, con una geometría deformada por la presencia de la gravitación terrestre.

Esa es precisamente la idea de la relatividad general: los objetos deforman el espacio-tiempo y se mueven a su vez por las líneas geodésicas (las ‘rectas’) de esa geometría modificada. Eso explica la universalidad del movimiento en un campo gravitacional: no es otra cosa que la universalidad de la inercia, aclarando de paso la misteriosa ‘coincidencia’ entre masa inercial y masa gravitacional, dos conceptos que quedan unificados en uno sólo: la masa, sin calificativos.

Pero si aceptamos esa explicación, incluso los rayos de luz deberían verse afectados por una modificación en la geometría del espacio-tiempo, curvando su trayectoria, igual que al pasar por un cristal deformado. Mirando desde la Tierra, la posición aparente de las estrellas debería variar con el tránsito del Sol, cuya atracción gravitacional curvaría los rayos que estuvieran pasando por su lado. Para comprobar este ‘efecto lente’, se requiere ver estrellas en direcciones cercanas a la del Sol, lo que sólo es posible durante un eclipse total.

El eminente astrónomo Arthur Eddington, secretario de la Royal Astronomical Society, organizó una gran expedición científica para hacer precisamente esta observación durante el eclipse del 29 de mayo de 1919. Sus datos confirmaron, dentro de la precisión de la época, las predicciones de la relatividad general. Era un juego de cara o cruz, con gran expectación mediática, pero el resultado positivo catapultó a Einstein a la fama y lo convirtió en un icono del siglo XX. Con posterioridad ha habido otras comprobaciones de la teoría, incluido una vez más el GPS, ya que la atracción terrestre a una altura de 20.200km (la órbita de esos satélites) es menor que en la superficie y por tanto el efecto sobre el espacio-tiempo (sobre el tiempo en este caso) es distinto y hay que compensar esa diferencia para sincronizar los relojes de los satélites con los terrestres.

Seguimos poniendo a prueba la teoría, buscando por ejemplo detectar ondas gravitacionales procedentes del espacio (otra predicción de la relatividad general). Nuestro grupo de la UIB participa en la gran colaboración experimental LIGO, liderada por los USA, que espera resultados en esta década. Las teorías de la relatividad de Einstein siguen por tanto viviendo, peligrosamente eso sí. Como debe ser.

Uno de los detectores de ondas gravitacionales de la colaboración internacional LIGO